RESEÑAS
Una noche con el Flaco

En los primeros minutos del lunes feriado, Spinetta cerró su raid musical de fin de semana con “La herida de Paris”: empezó el viernes, en el Luna Park, con una participación estelar en el festival anual de ECOS. Continuó sábado y domingo, en el Coliseo, para reencontrarse con su público porteño, diez meses después del histórico show en Vélez. Sí, aquel de las cinco (mil) horas de duración, el de las “bandas eternas”, el campo VIP, invitados top y una multitud silenciosa.
Esta vez no hubo tanto de aquello, porque las características del concierto eran otras: el Flaco, su banda actual –Sergio Verdinelli, Nerina Nicotra y Claudio Cardone, más el aporte del enorme Baltasar Comotto y las teclas del Mono Fontana-, y el puñado de las canciones que a él le den ganas de tocar. Todo en un marco casi íntimo, de escenario lo suficientemente amplio para que todos los músicos estén cómodos, con una enorme pantalla de fondo –en la que sólo se vieron imágenes psicodélicas en 3D, durante las dos horas y monedas de show- y un sencillo juego de luces. Pocos artificios para que el artista emprendiera su tarea habitual: mostrar lo que a él le parece genial (pero nunca o casi nunca lo dirá así, tan abiertamente) y convencer de esto a su audiencia, que en realidad ya está convencida; no por nada casi dos mil personas pagaron desde 60 pesos para hacer algo tan elemental (y necesario) como sentarse a escuchar.
Un denominador común entre este y casi cualquier otro recital es esa irrisoria obsecuencia con la que una porción del público se infecta para llamar la atención de su ídolo. En el caso de los de Spinetta, conocidos son los “grande”, “genio”, “capo”… y el resto de sus sinónimos, gritados, entre tema y tema. El remate también es clásico: el Flaco, a la velocidad de la luz, responde con una ocurrencia mínima, que es desmedidamente festejada. Así, en la pausa entre “Preconición” y “La verdad de las grullas”, los dos primeros, arrancó ese repertorio que está por fuera de la lista de temas.
A pesar de no ser muy fanático de revisar las primeras páginas de su catálogo, Spinetta ofreció una joyita retro (“Cementerio Club”) en medio de un set de homenajes: “Guitarra” –letra de Atahualpa Yupanqui, música de León Gieco-; “Milonga blues”, de Hugo Fattoruso; “8 de octubre”, para los padres de las víctimas de ECOS; y “Te para 3”, balada spinetteana de Soda Stereo.
Spinetta apuesta fuerte en la identidad sonora de su grupo, más allá de su figura. Se nota en los larguísimos pasajes zapados de algunos temas como “Canción de amor para Olga” o “Ella bailó”. Allí, cada pieza (cada miembro del grupo) encaja en la otra y combinan de una manera que evidencia que, más que la backing band de un solista, son una banda de rock hecha y derecha, sólida, una maquinita. Además, todos tienen lugar para tocar su solo. Todo un privilegio otorgado por un tipo que disolvió a su mejor banda antes de editar su mejor disco, con un pretexto cargado de demasiado ego: “Pescado Rabioso soy yo”.
El preludio del final mencionado al comienzo fue un compacto de canciones de amor, materia en la que Spinetta tiene un 10: “Yo miro tu amor”, “Ludmila; un doblete del último disco: “Mi elemento” y “Tu vuelo al fin”; y uno de Illya Kuryaki & The Valderramas, “Prometeme paraíso”, tras el cual le agradeció a su hijo Dante por haberlo escrito. Luego quedó lugar para una versión de “Durazno sangrando”, con los coros de Vera, hija menor del Flaco, única invitada de la noche.
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