OPINIÓN

Una mano a los descreídos

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A principios de mayo, en Página 12, Juan Manuel Strassburger escribió que el parate indefinido de Los Piojos, el alejamiento de Ciro Pertusi de Attaque 77, la separación de Intoxicados, los particulares momentos de Divididosy Las Pelotas y la explosión de discos solistas en Bersuit Vergarabat eran índices de una situación crítica y tal vez final de la mayoría de las bandas de rock más populares de los últimos tiempos.

El referido artículo fue titulado “El fin de una era”. Y, justamente, en eso pensó una fanática de Los Piojos apenas se dio cuenta, cuando ya habían pasado un par de minutos del fin de la despedida del grupo: “Este es el final de una etapa para mí”, se lamentó amargamente. Y es que ella, como tantos otros, no imagina que habrá conjunto que pueda significarle lo que Los Piojos y, sin mayor meditación, concluyó que el rock se iba de su vida; al menos ese rock que alcanza ni más ni menos que para encontrar un sentido cuando no hay dónde buscarlo. Quedaría rock, pensó, pero como mero entretenimiento.

En Argentina se sabe muy bien de esto: seguramente, desde principios de esta década, desde ese mismo día en que se supo que Los Redondos se separaban hasta hoy, no pasó una noche sin que alguien, en algún punto del país, haya deseado que vuelva el conjunto.

Sin embargo, y por fortuna, no todas las bandas de trayectoria considerable, capaces de generar una pasión que se convierta en tatuaje o en el hecho de formar parte primordial de las cosas más queridas por una persona, se terminaron o vieron partir a uno de sus integrantes o evidencian situaciones críticas, como no crear música durante un largo rato.

Probablemente, más de uno de los fanáticos de estos grupos temen que, así como pasó con Los Piojos y Los Redondos, su conjunto favorito se separe. Y ahí, entonces, se preguntan qué harán si eso sucede, cómo harán para continuar sin recital alguno, nunca más. Y cómo será esto de perder la suerte de escuchar un nuevo disco de la banda; leer las letras, jugar a tocar los solos de guitarra, cantar las canciones con los ojos cerrados, con una sonrisa honesta que viene de adentro, de muy adentro.

No tardarán éstos, como aquella piojosa, en pensar que el rock, ese que alcanza ni más ni menos que para encontrar un sentido cuando no hay dónde buscarlo, se terminó para ellos, porque nadie escribe como este, nadie canta como aquel, ninguno toca la guitarra como ese otro y no existe mejor frontman que el que yo te digo.

Cabe preguntarse, entonces, si no habrá una banda ignota por ahí que no es como por las que se sufre como se dijo —porque si lo fuese no se destacaría— pero que es igual de buena, al punto que también salva, devuelve la fe, alcanza ni más ni menos que para encontrar un sentido cuando no hay dónde buscarlo. ¿Y es que acaso, veinte años antes, no eran estos grupos por los que hoy se llora o teme igual de ignotos que estos en los que ahora no se deposita fe?

El jueves, en un pequeño lugar de Capital, ante unas cincuenta personas, un trío ignoto hizo una hora de rock notable y, al mismo tiempo, emocionante; la batería y el bajo demolieron, la guitarra maravilló y las canciones llegaron, porque hablaban de eso que se quiere oír, que es lo que uno escribiría y cantaría si tuviese el talento para hacerlo. Este conjunto hace un rock que toma distancia de lo que se hace usualmente hoy en día, porque apuesta a algo superior, que no cualquiera puede hacer. No es una exageración decir que recuerda a Jimi Hendrix, como tampoco es una exageración pensar que recomendarlo es darle una mano a muchos descreídos de las generaciones venideras del rock. Incluso no es difícil imaginar a la banda con reconocimiento y éxito en un futuro, convocando miles de personas para verla, despertando el fanatismo que muchos creen perdido sin remedio.

¿Y cuál es este grupo? Es uno que, entre otras cosas, está esperando ser encontrado. Y vale la pena buscarlo.

Redacción ElAcople.com

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