RESEÑAS

Nido de Natas

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Era una nube. Tengo nublada la memoria, pero era una nube. Se corrió el telón y aparecieron los tres, envueltos por una nube de humo… ¿artificial? El lugar se caldeaba con una humareda que, de a poco, apabullaba su densidad. Nada de artificialidad. Una nube rodeaba a LOS NATAS al comenzar su set. Algo así como un elefante sentado ahí, en el pasto, fumándose Beijing y sus millones de chinos de una pitada larga, para después despedir el humo sobre nuestras cabezas.

El acercarse al vegetal en camino a un viaje interior, en la búsqueda de un adentro desconocido y de un adentro desconocido dentro del adentro desconocido y una vez más. En ese ambiente propuesto para el principio con “Humo de marihuana” confluían la dulzura, la dispersión, la epilepsia del ritmo, el acelerar / desacelerar constante y la crudeza del rock que LOS NATAS le devolvieron en vivo a esta canción, dejando atrás la psicodelia mística conquistada en el original ”Toba Trance” (04).

Mucha gente había esa noche de viernes en La Trastienda. El show siguió con “Planeta solitario“ y “Tufi Meme”, en recuerdo del gran titán de la lucha, que volvía lento y cansado por el desierto a buscar pelea, entre convencido y derrotado. Una gran canción, algo así como la banda de sonido de un viaje freak en camioneta hacia la casucha donde Josh Homme y amigotes se inspiraban para engendrar las Desert Sessions, clásicas perlas espontáneas y voraces del llamado stoner rock.

De izquierda a derecha, aparecía primero el crudo VILLAGRA, con unos enormes lentes negros que despejaban cualquier rastro de luz. A su lado, a un metro del público, adelantado y formando una “línea de tres” con los demás, WALTER BRODIE se ensimismaba en la batería y se aprestaba a pulpear los brazos como si fueran ocho. A la derecha, SERGIO CH. despuntaba acordes casi inmutable, cantando muy de vez en cuando, casi imperceptible.

Siguieron “Contemplando la niebla”, “El cono del encono” y “Bumburi”, todos del ”Corsario Negro” (01). Aún cuando las canciones mostraban texturas con rasgos del espíritu psicodélico típicos del stoner rock y rítmica o musicalidad autóctona más clásicas del folklore o la canción indígena, nunca dejaban de sonar a “rock”, con fuerza y permanente invocación a grupos como NEBULA, KYUSS, el primer BLACK SABBATH y hasta DEEP PURPLE para no ir muy lejos. Es en esta combinación tan única y personal, donde LOS NATAS levantan vuelo por sobre el resto del rock local y otros grupos de la escena internacional también.

Tras una hora y media de show, WALTER anunció que habría un corte de 10 minutos: “Nos vamos a tomar algo, ustedes se van a tomar algo, los que quieren se van, nosotros volvemos y seguimos con unos temas más densos para los que les gustan”. Algo así avisaba el baterista, cerca de las 3 am. Al regreso, quedaba ya la mitad del público, imaginen lo que restaba por oír.

Volvieron y se despacharon en casi una hora con algunas versiones extendidas de las canciones más espesas de “Toba Trance”, como “Que rico” y “La tierra delfín”, dispersándolas entre el publico de pie y entre los ya agotados que descansaban por los rincones. El final llegó con el cover de HAWKIND, “Tormenta mental” (a esta altura un clásico), en una versión que parecía interminable, y el indiscutible “Patas de elefante”, que además de súper, es una de las únicas canciones de LOS NATAS que se puede cantar.

Apartado especial para alabar la habilidad y la libertad con la que se movía WALTER en la batería, sin la necesidad de ningún innecesario solo de batería, demostrando pura actitud “rock”, puro talento, cero pose, cero aires de excentricidad, raro hoy en día. Justamente esa forma de tocar, como desarmándose, que recuerda al MASON pinkfloydano de los ’70, especialmente al de ”Echos”, y mucho más especialmente al que podíamos ver tocando en el video del grupo en vivo en Pompeya (no Saénz y Roca, sino la otra, la de las ruinas, bueno, la más arruinada).

A diferencia del poeta WILLIAM BLAKE, LOS NATAS decidieron cerrar las puertas de la percepción para encerrarse y permanecer dentro de ella, donde cada golpe de bombo, cada nota que cae en la pesantez del bajo y esa extraña afinación de la guitarra, cobran valor por sí mismas y despiertan otras sensaciones que nos estancan inevitablemente, nos encierran en un mirar y un oír sin tiempo (en fin, lo que se dice cuelgue, ¿no?) que para algunos puede ser insondable y para otros es encantador.

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