RESEÑAS
La voz del interior

Aunque suene a lamento de tía abuela demasiado maquillada, hay que decirlo: ¡El año se pasó volando! Los artistas comienzan a despedirse de su público hasta que comience de nuevo la temporada alta del rock capitalino. El verano obligará a moverse por un poco de arte, aunque otros directamente prefieran guardarse a pensar o redondear nuevas ideas. Ese será el plan de Gabo Ferro, a juzgar por sus palabras en medio del concierto que dio el viernes en el ND Ateneo, que sirvió para despedir un año que para él ha sido tan fructífero como los tres anteriores.
Hacia mediados de 2008, lanzó “Amar, temer, partir”, un disco que compila canciones previamente inéditas, pero que sólo habían sido tocadas en vivo. Poco después, editó su primer libro, “Barbarie y civilización. Sangre, monstruos y vampiros durante el segundo gobierno de Rosas” y casi al mismo tiempo, apareció un CD+DVD, entre pirata y oficial, de la presentación de sus últimos dos discos.
De esta manera se plantó en el escenario, habiendo pasado media hora de las veintitrés, entonando “Nada” y llenando el aire del auditorio con su magnífica voz, que sale desde bien adentro de su ser.
Las canciones se sucedían naturales pese a los climas cambiantes, marcados básicamente por los cambios en la guitarra que se calce a Gabo: alternaba entre una electroacústica y una muy hairmetalera, de corte Jackson.
La banda que lo acompaña también iba mutando: entraba y salía un violín, el contrabajo era reemplazado por un bajo eléctrico y viceversa, los efectos del teclado se amoldaban a cada momento. Pero lo más sorprendente eran las dos baterías que encastraban a la perfección, no sólo entre sí, sino con el resto de los músicos, casi de la misma manera en la que puede rendir un doble 5, entre áspero y virtuoso, para recuperar y salir jugando con buen pie.
En esa variación, la energía se hacía omnipresente, sin importar si sonaba “El amigo de mi padre”, “Volví al jardín”, “De palabra”, “La casa, nuestros discos”, “Árbol de naranjas” o “Que llegue la noche”. Todo estaba al mango y nadie podía hacer otra cosa más que aplaudir cada vez que sonaba el charararán final.
Lo más sorprendente estaría por llegar y aunque sea un número puesto en cada recital de Ferro, no deja de conmocionar cuando se sienta en el borde del escenario, pide apagar las luces y, sin micrófono, entona a capella el existencialista“Dios me ha pedido un techo”. Es inevitable que se encrespe la piel ante ese grito sagrado.
Actitud. Sensibilidad. Intensidad. Buen humor. Y mucho rock, como en la versión furiosa de “Felicidad vitamina” que daría el pie para la ovación definitiva. Gracias por todo eso, Señor Cantante.
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