RESEÑAS
La música que escuchan todos

Hace ya casi cuatro años que Andrés Calamaro pisó un escenario porteño por primera vez en lo que va del siglo. En plan de rehabilitación, fue raptado por la ingeniería psíquica del Pelado Cordera y los Bersuit Vergarabat, quienes de a poco fueron metiéndolo nuevamente en los reproductores de mp3 de casi todos. Lo devolvieron al ardor popular a él, que ya había probado fugazmente de esas mieles durante los últimos tres años de los 90, gracias a obras maestras como “Alta suciedad” y “Honestidad brutal”, que llevan su firma.
Cuando insinuaba su ingreso al parnaso del rock argentino, el tipo se prendió fuego, purgó incontables canciones y se atrincheró en su ghetto. Volvió tímido para cantar y para hablar; no daba reportajes y no se despegaba del atril con los machetes que le soplaban las frases que ya estaban en remeras, nicknames de msn y cartas de ruego dirigidas a mujeres ausentes.
Hoy es cara de casi todas las revistas, opina por doquier, vende discos como pan caliente y en el escenario, sólo se descuelga de su Telecaster celeste cuando prefiere bailar más suelto. Calamaro va a mil.
Sin embargo, el concierto de ayer fue in crescendo, con un comienzo lento pero bien caliente. “La parte de adelante”, además de ser el primer tema de la lista, aumentó el cachondeo entre las parejitas que se juntaron de a miles en el Luna Park. Los que estaban solos, podían mirar con lujuria a los grupitos de chicas que se abrazaban y bailaban juntas, rozándose las curvas entre ellas. La música de Andrés las pone mimosas.
Al igual que en todas las presentaciones desde la vuelta a la vida en público, el repertorio es variado, pero se limita a incluir historias pertenecientes al período iniciado en el año 97. Cada tanto, se va un poco para atrás, pero no demasiado (“Todavía una canción de amor”, “A los ojos”: heroicas páginas de Los Rodríguez); el resto se debate entre la reversión (“Los mareados”, después del tango propio “Jugar con fuego” y “Copa rota”, de José Feliciano, además de citas a los Stones y Led Zeppelin) y el más puro hit actual, difundidísimo y hasta venerado en más de un homenaje. Y el público, totalmente entregado, termina de rubricar la fuerza de canciones como “Media Verónica”, “Los aviones” o “Estadio Azteca”. Vale mencionar la inclusión de tapados, como “El novio del olvido” y el blues “Para seguir”.
La banda, reforzada por ¡cuatro! guitarras y muchísimo coro, se enchufó para volcarse hacia su lado más rockero, haciendo vibrar el piso: en algunos sectores del estadio se intentó un pogo pese a las butacas (a modo de broma, Calamaro le sugirió a la audiencia que arranque los asientos y se los lleven de recuerdo, lo que amortizaría el alto costo de los tickets para la función) durante “Los chicos”.
El clímax llegaría, cuándo no, con “Paloma”, que calentaría las gargantas que se terminarían de desarmar entre “Canal 69” y “Flaca”, las dos últimas.
Con las luces prendidas y las manos en alto, los siete músicos se despidieron casi sin palabras. Entre ellos estaba, por supuesto, la figura, el responsable de que hiciera calor en un día tan frío; el culpable de que las pilas duren poco; el que escribió todas esas canciones que cantás cuando estás bien, que citás cuando te sentís mal, que las conoce tu abuela, que emociona y hace desembolsar un par de gambas a un par de burgueses que suelen mirar con recelo todo esto que vendría a ser rock. Hasta ahí tiene alcance el poder de los clásicos, como Andrés Calamaro, el de la música que escuchan todos.
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