OPINIÓN

Juremos con gloria seguir

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Hacia la calzada, se asomaba una escandalosa montaña de coloridos paquetes de alimentos que, esencialmente corruptos, se resquebrajaban entre la podredumbre del asfalto; caían sobre el obtuso suelo que reflejaba el calor agobiante de una tarde casi veraniega. Más allá de ella, pequeños hombres, reducidos a hormigas obreras, pero cesantes, se unían formando una nube de desesperación y angustia. Hace ya más de dos años que no trabajan, más de dos semanas que no comen, más de medio siglo que no sueñan.

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Aún no visualizaban aquellos alimentos envasados en indigencia, los cuales esperaban del otro lado de la cuadra cuando, entre sus miradas inquietas y bramíferas de pobreza, se sentía latir un único reclamo. Una petición que emanaba del sudor de sus explotadas espaldas, llana y ferozmente: pan y trabajo. El respiro que estas almas domesticadas por la opresión del concheto, del político mentiroso, merecían.

De pronto, los caballeros de la información, los santos periodistas, como moscas provocadoras y con un fin ambiguo de mostrar una verdad que casi no viven, captan en sus instantáneas aquella espera audaz por la comida, que los paupérrimos cabecitas aguardan bajo la ciénaga que ellos y la pesada atmósfera formaban.

Inmediatamente, el grito iracundo de los flashes atrae a los pueblos así como el oro a los avaros, de tal manera que los colores de los fideos y el papel higiénico comienzan a hacer juego con el de las ropas de los desfachatados. Una vista panorámica bastante irónica, pues el color aquí refleja miseria y vacuidad…

Viajamos hacia otro espacio de las desgastadas pampas y nos dirigimos al escenario donde se agrega un nuevo personaje: el rencoroso, el ignorante, sin más apelativos, el represor. Vemos un caballo que, lejos de simbolizar el mundo europeo o la virilidad masculina, pierde cualquier significado y adopta el nombre de martillo mecanizado. Lanzándose sobre cualquier ciudadano medio (medio vivo y medio muerto) y transportando al general de las espadas sangrientas, relincha sobre una plaza donde siempre se gimió el valor de la libertad y donde hoy se suspira por los muertos y los desaparecidos.

Avasallador y obediente de su amo sicario, quien alguna vez transportó a un prócer, hoy es el vehículo de quien bastonea a un hombre desnutrido, ahogado en ira por no tener qué dar de comer a un hijo que lleva en brazos mientras es golpeado.

Uno tras otro, estos sucesos desfilan en una tarde de almacenes en llanto y muerte al por mayor. Una jornada negra donde nuestros representantes hicieron lo de siempre -representarse a ellos mismos- y donde los pueblos del hambre y la desocupación salieron a las calles a gritar por, aunque sea, una reflexión.

Si todas estas imágenes que deambulan por la memoria nacional, de ahora en adelante, no producen aún su efecto y se dejan cicatrizar sólo porque algún enviado del poder maldecido intenta desvencijar lo que nos queda de mentes pensantes. Si, por lo tanto, este desbarajuste moral, o tanta represión de las oportunidades, no es suficiente para que la conciencia explote en nuestras cabezas, y fluya por las venas de nuestra sociedad. Si la justicia se pone anteojos de sol frente a nuestros reclamos y le deja la balanza al almacenero, que luego será saqueado por los estrafalarios empobrecidos de nuestro desgastado país; si todo esto estrecha nuestras vías respiratorias y nuestra canasta familiar, lo más factible de pensar es que todo está indefectiblemente perdido.

Sin embargo, he aquí una gota de sudor que decido convertir en esperanza, una estrella que brilla en la oscuridad de nuestras frentes, que se sitúa delante a nuestros ojos (y no en una bandera de rayas o en una banca de ambiciones y horcas) con la que espero que, al fin, despertemos de este sueño hipnotizante y sin piedad. Un nuevo sol que alumbrará la razón de lo evidente, pues aún pulula y se retuerce una petición de justicia en lo más profundo del ser nacional-importado que supervive en la Argentina.

Por esta razón es que no se puede ceder. No debe perderse la dignidad. Hay que evitar la devaluación del único valor que aun se oculta, perenne, bajo la sombra de las pilas de objetos saqueados de los hipermercados.

La dignidad hace a un hombre poseedor de un cierto valor moral y social, que podemos canalizar en el vocablo orgullo, honor, decencia. Sin embargo, más allá de todo sinónimo acercado, el vocablo en sí apunta, básicamente, al valor que posee un individuo por la única razón de existir, de tener un cuerpo latente y viviente. Este significado, analizado con un poco de detención, no es más que la garantía que posee una vida desde el momento en que comienza su acaecer y que, por lo tanto, debe ser respetada como la ley primera entre los seres humanos.

Dignidad de ser hombre, dignidad en la vida, en la salud, en la niñez, en el trabajo. Ella une a los hombres honrados en pueblos, representa a las naciones trabajadoras, a los estados libres. Más allá, en consecuencia, de una tendencia del marketing luego de la baja de acciones o la moratoria de los organismos prestamistas internacionales…

Por esta razón, podríamos decir, sin dudas, que funciona como el motor principal del trabajo. Más aún, toma parte en igualdad de la democracia, si seguimos la cadena cuyos eslabones alimentan a la sociedad, comenzando desde la unión de sus átomos: los individuos.

De este modo, si la dignidad individual es un pilar de la sociedad pacífica y organizada, pues constituye a la dignidad colectiva como nación ¿Qué es lo que sucede cuando a los hombres se les ultraja aquel valor y se le arranca de raíz -así como a una madre le roban la a hijo de la cuna- este único tesoro que poseen desde el momento en que se conforman como seres: el derecho a vivir dignamente?

Desgraciadamente, la República Argentina, es testigo de las consecuencias de este hurto, de esta violación básica a la existencia del hombre. Porque aquí el hombre no es más que un número de voto, no es más que un paquete de arroz integral o un potencial represor. Aquí el hombre no es hombre, no es bestia, no es nada. No es libre.

No obstante, la respuesta sigue flotando y revoloteando por entre nuestras narices. Viborea bajo el galopar de aquellos revólveres equinos, flotan en la sopa de los fideos saqueados, se pudre en las heridas de los trabajadores oprimidos y discriminados. Cada argentino debe hacer su propio llamado a la conciencia del esclavo, pues todos y cada uno está bajo las jaulas del camino sin rumbo. Sólo queda la salida de frotar esta última varilla de esperanza e intentar encender nuevamente el fuego de la constancia, de la transparencia, de la dignidad, de la vida. Porque la luz hace la vida y el fuego la acción. Porque la acción hace a la libertad, la libertad, a la igualdad y ésta, a la justicia.

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