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Holy metal
En el Roxy, la espiritualísima banda Atzmus presentó su segundo disco, “No hay mundo in amor”. Metal santo para todos.
Recién salidos al escenario, se ve a un par de barbudos, encapuchados, una cruza entre Carajo y ZZ Top, que suena fuerte y muy prolija haciendo eso que suena en la equina misma del hard rock y el nü metal. Después de un par de temas, se está frente a nuestros System of a Down: un rabino cantando con una gran voz y sobre espiritualidad sobre quebrados ritmos noventeros, la gente cantando estribillos íntegros… ¿qué nos perdimos?
Si bien el lugar no está lleno sino a medias, se respira una situación muy familiar, cordial. Serán los niños con remeras del staff de la banda, o quizás la dinámica de los grupitos del público, en rotación permanente.
Lo cierto es que estos Atzmus vienen tocando hace unos años y suenan muy ajustados. Los riffs de la guitarra (afinada bajísimo) de Emanuel Cohenca le dan el tono general a la banda, el tremendo Javier Portillo tapa todos los agujeros con el bajo, pero es Eliezer Barletta, su voz principal, lo que más impacta. No sólo por su vestimenta, su pinta de Kosher Waters, sino porque está al comando espiritual de todo el combo y no deja un momento de ponerse en ese lugar. Desde las letras, donde expone sus ideas sobre la vuelta a una espiritualidad, un cierto platonismo en busca de la esencia de las cosas. “Basta de cáscaras”, grita y es como un grito que condensa la idea, a la vez que termina de enseñar la letra a los presentes para que todos la canten y pasen por la experiencia mántrica de la repetición.
Entre cada tema, como con urgencia, la voz aprovecha el micrófono para explicar el ideario. Desde “Contra la corriente”, con el que abren, y pasando por “No hay mundo sin amor”, el narrativo “La última generación”, “Volver a empezar” o “Conexión directa”, nos llega el mensaje de unidad, de bondad y de amor. El clima familiar que se notó parece que es un gran valor para la banda, que lo destaca varias veces, y hasta cuenta la historia de una chica que se vino de Rosario a verlos y ahí estuvo, toda la tarde en la puerta del Roxy, esperando para verlos y volver, y todos se miran como conociendo la historia.
Entretanto, Josué Arrúa, acompañado de una Mac y un percusionista (con flasherísimos palitos luminosos) tuvo su momento Moby (dickeano) y se mandó un solo como los de antes. Creíamos que ya no los hacían, pero ahí estuvo. Un baño de aplausos para el de allá atrás, y un descansito para Eliezer, quien acusa 42 años y gira sin parar durante su performance. “Todo es producto del esfuerzo”, dice. “Mientras mayor es el esfuerzo, mayor es la recompensa”, sigue antes de “No es cuestión de suerte”, y continúan con la lista del que sería, según anunció, el momento de la circuncisión del disco, ya que cumplía los 8 días. No fue, por suerte para los que somos impresionables, una circuncisión más que simbólica, sin cuchillo de por medio.
Se piensa en las muchas oposiciones de la banda: luz vs oscuridad, carne vs espíritu, estrofas con riffs y estribillos hardrockeros; en definitiva, una música muy agresiva y unas letras tan pacificadoras. “Ese lugar del corazón, íntimo y esencial, allí hay que volver. Ese es Tzion”. Ese es el tono. Y se mandan con un riff pesadísimo. Dejan para el final el más étnico de sus temas, en el que más parece una versión vernácula de SOAD, y se lo dice en el mejor sentido: una banda particular, interesante, un pequeño happening para ateos, un pequeño fenómeno para los místicos. Bastante para un jueves por la noche.
*Fotos por Fernando Fernández.
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