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Grietas en la pared

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La luna llena sobre el Monumental funcionó como foco natural para darle luz a la pared de ladrillos de cartón. De hecho, muchos meses antes de la noche de ayer, el staff de Waters procuró averiguar las condiciones del calendario lunar para cada uno de los días en que tocó y tocará en River. Este, entre otros muchos detalles que se ajustaron para no quedar librados al azar; para que todo saliera redondo. Nada en la música de Roger Waters está atado con alambre: ni una nota, acorde, acople, palabra de más. Ni de menos. Todo es grandilocuencia, espectacularidad, luces, imágenes, visuales, sonido 5.0, enorme, grande. ¿Rock? No, el rock es otra cosa. Esta noche vinimos a ver un espectáculo, una gran película. La más impactante que vayas a ver en tu vida, quizás.

Al margen de las discusiones que suscita la contradicción mensaje-anti-capitalista (también la emprende contra los medios, las guerras, la opresión/represión paternal y escolar) versus el valor de las entradas (y el cachet de Roger, lo que cuestan los panchos y la coca, el precio que cada espectador con cámara pagó por su chiche, las remeras y la parafernalia típica de cada show), es un show que, por abrumador, se le termina creyendo todo. O casi todo: lo que reflejan las imágenes “en vivo” (proyectadas sobre el muro, como pantalla) no coincidía en absoluto con lo que pasaba sobre el escenario. Los gestos de Waters eran totalmente distintos en un lugar y otro. Incluso, había imágenes de un público al palo, agitándose en “Another brick in the wall, part II”, mientras el campo vip miraba con los brazos cruzados, sacando fotos o twitteando lo bueno que estaba el show.

Lo mismo ocurre con las canciones: para cuando llegó “Mother” (uno de los puntos más altos en lo emotivo-nostálgico), Roger dijo que haría un dueto consigo mismo, con una pista de los shows originales de “The Wall” en 1980. ¿Pero en cuántos otros momentos habrá sonado una pista, tanto vocal como musical? Volvemos a la idea anterior: no se trata de rock, vimos a un artista que actuó su propia obra (en ese sentido, vale la chanza de su parecido con Richard Gere); para algunos, el mejor disco de Floyd. En términos absolutos, uno de los álbumes más vendidos en su década de edición.

La estrella, claro, era el muro, bien complementado por los inflables (incluído el cerdo, pintado de negro y con frases del estilo:“¿Debería confiar en el govierno?” –sic-), las visuales de la película homónima ad-hoc y, otra vez, los sonidos retumbando por todo el estadio. Cada canción –todas y cada una de las del disco- era un momento, un acto distinto. Y siempre fueron festejadísimas las más hiteras, aunque nunca parándose de la butaca: las tres partes de “Another brick in the wall”; “Goodbye blue sky”; “Young lust” y sus tetas en la pared; “Confortably numb”, con el solo estelar a la Gilmour de David Kilminster; “Run like hell”; y el derrumbe provocado por “The trial”, acaso la pieza más teatral y en donde Waters exacerba su carisma y sus dotes de performer.

El final-final fue “Outside the wall” en modo serenata, donde Roger, haciendo gala de su virtual título de visitante ilustre, presentó a cada uno de sus músicos y saludó hasta mañana, y pasado mañana, y la semana que viene…

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