RESEÑAS
Fe y razón

Una pista totalmente vacía. El anuncio nunca dijo que el recital iba a empezar “puntual”, pero a las 8 de la noche, la esperanza de ver el lugar repleto está a punto a morir.
Pero, ¿quién se negaría a la extraña dulzura de palabras repetidas hasta el hartazgo, frases que cobran vida y un significado por sí mismas?, ¿cómo no darle un sentido propio a canciones crípticas donde burdas imágenes se transforman en representaciones atemporales de la sociedad?, ¿por qué no dejarse fluir por una ilusión que hace estallar los cuerpos en pocos segundo con una marea de gente?
Mientras el verso “ya es tarde, muy tarde” es acompañado por las voces y palmas de algunos, la frase cobra otro valor. Las 9 y el telón sigue cerrado. Pero se empiezan a escuchar coros femeninos de una canción grabada. Las cuerdas empiezan a sonar en vivo y todos se convierten en caníbales de sus propias palabras y voces.
La voz por momentos es grave y por otros, punzante a los oídos por lo agudo. Los movimientos del cantante, un calvo protegido por sus anteojos negros y de forma redonda, cortan el aire al mismo tiempo que la batería. Tal vez, mientras la marea de gente puede contra los deseos individuales, varios sólo buscan cuidar a su amorcito. Pero, aún así, piensan que es un día hermoso.
El lujo es vulgaridad. Y un escenario totalmente crudo es el marco exquisito para los repetidos y conocidos acordes del guitarrista que pierde altura al juntar sus rodillas y dibujar con sus movimientos figuras circulares en el aire. ¿Era todo?, preguntarán. No.
Cuando ese flacucho guitarrista se aquieta, el saxo estalla en los recuerdos, tocan cada nota y, por consiguiente, cada fibra de la emoción. Las remeras se agitan como banderas en los corazones y uno, ante los gritos y el desgaste del cuerpo, piensa que vivir sólo cuesta vida.
Si alguna vez hubo violencia, sólo fue creada por la mentira. Porque tantas voces, movimientos y cuerpos sólo pueden ser creados por un sentimiento de unión, de igualdad frente a la música, a pesar de las diferencia, incluso las variadas maneras de entender cada palabra. El reloj sigue con su tic tac efímero, pero uno quiere seguir creyendo en esta fantasía a pesar de que la desilusión tenga sus propios ángeles.
Mientras las notas cesan, el recuerdo de los que no están desde hace quince años o menos de dos se plasman en cánticos desde las primeras filas. Y como un golpe de suerte vuelve la música, una cita a ciegas que nos permite brillar como bestias populares.
Volver al averno encantador es producto de una fina tarea: que la música pueda comer el dolor diario, esa sensación de llegar cuando el café ya está frío. La esquizofrenia del saxo desata la ferocidad del animal preso en cada persona. Mientras la ronda formada de a poco es invadida por saltimbanquis que osan arruinarla con una cara burlona que parece decir “Deténgame”, el grito de “¡Deténgalo!” no sirve de nada. Algo late, más allá del corazón, y lleva a cada uno al estallido final.
Dos horas y media de viejos sonidos parecen una imagen creada por la mente en las primeras horas de la noche. Pero no. Esa risa maléfica y bidimensional de tres sílabas que crea la atracción hacia el centro de un espacio vacío no puede ser soñada.
El telón de El Teatro Flores se cierra. Y parece ilógico escuchar canciones que nacieron antes que uno, tratar de evocar imágenes que algunos sólo pudimos ver en grabaciones o creer por momentos que estamos en lo que viejas crónicas relatan. Pero no, es completamente razonable tratar de crearse recuerdos con retazos. Es SUPERLOGICO.
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