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Fantasía o realidad
Steven Wilson regresó a Buenos Aires para brindar un show de esos que ya no se ven seguido, el sábado en el teatro Vorterix.
Cuando uno entra al teatro, se podría decir que está entrando en la mente de Steven Wilson, y así será por el resto del espectaculo. Es entrar a un mundo de imágenes, sonidos y sensaciones; como si el lugar fuera el mismo cerebro del músico y todo lo que vemos es una representacion de lo que está creando en ese mismo momento.
A las 20:45, con «Luminol» como comienzo, comprobamos que lo visto el año pasado no es simple casualidad. Si la perfección fue inventada para alguien, debe haber sido para él. El sonido más impecable alguna vez oído por estas tierras sale del escenario y rodea todo el recinto. El muchacho va de la guitarra al piano, al bajo, mientras al mismo tiempo dirige su orquesta eléctrica. La precisión es tan impactante que los sonidos parecen ejecutados de su mente. La barrera de sueño y realidad parece borrarse por momentos.
Wilson puede mostrarse como el tipo más accesible del mundo y al mismo tiempo como un dictador al que todos deberían tener miedo. Al no funcionar su guitarra hace un comentario irónico sobre la tecnología argentina, para luego corregirse y hablar en nombre de la inoperancia británica cuando uno de los técnicos asume la culpa. Cuando el cantante no está ejecutando sus instrumentos, cierra los ojos y se deja llevar, o se acerca a sus músicos, como si estuviera evaluándolos, posando sus ojos sobre ellos, esperando que cometan un error, cosa que nunca pasa. Más teniendo a monstruos como Chad Wackerman en la batería y Nick Beggs en el bajo.
A mitad del concierto baja una tela blanca que hace de pantalla y se proyectan películas alusivas mientras la banda interpreta «The Wacthmaker» e «Index». Uno sabe que está viendo algo realmente trascendente cuando hasta los chicos que trabajan en la barra no dejan de mirar el show.
Wilson todo el tiempo desafía a la audiencia. «Raider II» es una canción de 25 minutos y se interpreta de manera completa, incluyendo muchos silencios espaciados donde el cantante había especificado que nadie osara a interrumpir con gritos. Por supuesto que no sucede. No hay gritos, no hay charla, no hay cámaras. Hasta se puede oir el sonido de la cerveza cayendo sobre los vasos. Una tarea admirable en tiempos que nadie hace cosas así. Por eso no sorprende que apenas diez personas levanten la mano cuando pregunta quién no estuvo en el show anterior. «A este ritmo en 300 años vendré a tocar en una arena», bromea. Es que él bien podría ganar el título de secreto mejor guardado de los últimos tiempos.
Más de 20 años al frente de Porcupine Tree, Grammys a la mejor ingeniería sonora, el mote de los Pink Floyd de los 90; nada de esto ayudó a separar a la banda de su hermetismo. Sólo ha generado un culto fervoroso donde el grupo es todo para los que forman parte, y no existe para el resto. Nunca fueron cool, ni indies, ni de culto. Eran la mejor banda del mundo que nunca existió. “Radioactive toy” es la que cierra la velada. Ni siquiera un hit, o un tema bisagra. Aunque la gente lo cante hasta con furia por no haber podido verlos en su tiempo.
Steven Wilson solista es otra cosa, donde desafía aún más los limites. Después que la banda se despide, se proyectan imágenes mientras la música de Storm Corrossion (uno de los tantos proyectos de Wilson) llena el lugar. Uno sale a la calle y parece estar en un universo distinto. ¿Fue verdadero lo que pasó allí adentro? ¿Fue un grupo de gente tocando o sólo eran imágenes y sonidos salidos de la mente del músico? Tal vez no estemos listos para saber la verdad.
*Fotos por Guillermo Coluccio
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