RESEÑAS

En una baldosa

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Eran las cinco y media del sábado y las coquetas calles de Palermo estaban acompañadas de sol y un simpático viento; las señoras de bien del barrio paseaban a sus perros de mil quinientos pesos y las mamás modelos hacían los propio con sus bebés en sus coloridos cochecitos. Era una tarde más, en la que nada podía salir mal para el habitual devenir de esos lares; sin embargo, Ozzy Osbourne tenía otros planes.

En principio, y en realidad, la gira de presentación de su último disco, “Scream”, lo traería a la cancha de Racing; no obstante -cálculos de convocatoria mal hechos de por medio- hubo que cambiar de sitio y la cita se mudó a GEBA. Así las cosas, en una misma vereda de la zona se vio a un grupo de heavys meando paredes y tomando birra en los cordones y a señoras, perros de mil quinientos pesos y mamás modelos con bebés corriendo a refugiarse a sus hogares, no sin evitar mirar hacia atrás, como si tras ellas fueran esos peligrosos melenudos vestidos de negro, alcohólicos y, quién sabe, drogadictos.

Cabe preguntarse, por cierto, cómo es que Osbourne, el mismísimo Ozzy Osbourne, tatuado en tantas pieles criollas, debe cambiar de sede para no hacer notoria agua. Y, tal vez, las respuestas deban buscarse más que nada por el valor de las entradas: el campo costaba $300 y la platea $400. Hay quien dice que la culpa es del último álbum; hay quien cree que el motivo es que ya no es del antes. Pero el disco, como mínimo, es correcto y él, a pesar de los años, es él.

Antes que llegara la hora del Príncipe de las Tinieblas –mucho antes más bien- pasaron por el escenario Viticus,O´Connor y Sepultura. Las mayores expectativas estaban puestas sobre la última banda, sobre todo porque no se los ve con frecuencia. Había ciertas expectativas particularmente en este cronista, también, por cuestiones banales: ¿cómo hablará el cantante de Sepultura, Derrick Green? Porque si lo hace como entona, no debe tener interlocutor que no salga corriendo y pidiendo socorro. Y es que este estadounidense, alto, negro y de trenzas de medio metro, canta como lo haría un lobo con rabia poseído por un demonio de los tiempos predecesores a Jesús. Sin embargo, cuando tomó la palabra para saludar y expresar su alegría por estar en Argentina habló con un tono que haría recordar al mejor y más tranquilo vecino, pidiéndole amablemente medio kilo de pan y una docena de facturas al panadero. Pero yendo a lo que importa, y a modo de resumen, podría decirse que tanto Sepultura como Viticus cumplieron; O´Connor, en cambio, no tuvo su mejor día.

Osbourne no preparó una gran escenografía; de hecho, no había ningún detalle: sólo los músicos y sus instrumentos. Y en ambos costados, pantallas de pobre definición. De repente una melodía de ópera histriónica anunció que algo ocurriría; simultáneamente se apagaron las luces. Y corriendo junto al cantante aparecieron Adam Wakeman, Tommy Cufletos, Rob Nicholson y Gus G, el nuevo, el observado sucesor del histórico Zakk Wylde.

Osbourne sonreía como nene feliz cuando empezó el recital con “Bark at the Moon”, del disco homónimo de 1983. Después del clásico, llegó uno flamante, “Let me hear you Scream”, corte de la última producción; buen corte, vale decir. ¿Sería así el show, dividido en partes iguales entre temas con historia y otros sin ella? No, no sería así. Rápidamente, quedó demostrado que la presentación de “Scream” era realmente una excusa para girar por el mundo: uno tras otro, anunciados previamente por la voz, fueron apareciendo clásicos de todas las décadas de Osbourne: “Mr. Crowley”, “Suicide Solution”, “Road to Nowhere”, “Rat Salad”, “War Pigs”, “Fairies Wear Boots”. “Los elijo, los canto porque son los temas que la gente quiere oír y cuando eso sucede es porque son inmortales. El público te hace saber lo que quiere escuchar y hay que tomar nota de eso. Al fin de cuentas, por algo pagaron la entrada. ¿No?”, explica con razón él mismo.

Los dotes de frontman del cantante obviamente conservan su vigencia, aunque por su cuenta de años (que ya va por 62) deba permanecer sobre un mismo eje; siendo justos, ¿cuántos vieron a sus abuelos saltar y saltar en una misma noche durante una hora y media de metal, mostrándole a la masa cómo se hace? Como un buen jugador, que juega y hacer jugar, él divierte y hace divertir: ahora disparando espuma hacia el público y disparándose a sí mismo, o pidiendo griterío y locura y haciendo lo propio, tirando baldes de agua y tirándoselos, haciendo un repiqueteo infantil al ritmo pesado de un tema cualquiera. Son pavadas, seguramente, ¿pero con qué otra cosa se conquista a una multitud que pagó por pasar un buen rato? “Me gusta hacer feliz a la gente, ese es mi verdadero trabajo”, explica, otra vez, él mismo.

Después de una hora de canciones, Osbourne necesita descansar un rato; entonces, presenta uno a uno sus músicos y se retira para dejar las luces a sus laderos. Ahí, en ese momento, Gus G -que venía haciendo lo suyo destacadamente- eligió un unipersonal pirotécnico que no logró conmover, ni siquiera con una demagógica referencia a Piazzolla; el baterista Cufletos, en cambio, usó sus minutos provechosamente, luciéndose en lo de él, mostrando una potencia y una técnica a la altura de las circunstancias. Fue una lástima, por cierto, que no tuviera su tiempo el bajista Nicholson, que en más de una parte del concierto hizo vibrar los pechos con sus graves. Cabe destacar, llegado el punto de hablar del grupo que completa el tecladista Wakeman, la ya consabida sapiencia en la elección de los acompañantes de Osbourne; en este caso, además, no parece azaroso y casual que todos sean jóvenes; acaso se busque compensar estéticamente con la figura del cantante, porque no es posible que se trate de darle a él, justamente a él, algún contagio jovial.

De regreso a escena el frontman, el inicio de “Iron Man” anunciaba que se aproximaba el fin. Asimismo, otras cosas que terminaban para la noche del sábado unos minutos después -cuando ya había pasado también “Crazy Train”– eran la

Redacción ElAcople.com

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