RESEÑAS

Luna rojo sangre

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Afuera el frío no parece importar demasiado. Metaleros de todas las edades van y vienen por la avenida, algunos compartiendo algún brebaje etílico preparado en una dudosa coctelera de envase de gaseosa. Adentro, más de cuatro mil personas se acomodan de la mejor manera posible en el lugar. Con el campo agotado y el resto de las ubicaciones bastante cargadas, el palacio de los deportes se preparaba para recibir con los brazos abiertos a la banda más extrema, asesina y violenta del thrash metal mundial.

Con cincuenta abriles y con una operación de columna que le impide efectuar headbanging, Tom Araya es el encargado de comandar el barco de la muerte, capitaneándolo desde sus cuatro cuerdas y su garganta.

A los costados, como siempre, Kerry King; con su cara de odio y aporreando su guitarra deja escapar los riffs más violentos que un instrumento puede dar. Las cadenas que cuelgan de su cintura, su eterna barba trenzada y su postura maquiavélica, le dan el aspecto de un tipo que toma latas de birra sin abrirlas.

En la otra guitarra,  como músico invitado de esta gira, está Gary Holt, de Exodus. El hombre cumple más que bien con su labor en las seis cuerdas, y por más que se extrañe ver a Jeff en el escenario, se trata de un reemplazo más que aprobado. Al fondo, tras los parches, Dave Lombardo, dueño del doble bombo más asesino del universo, y de los brazos más rápidos del mundo, no deja de torturar a su batería ni por un segundo. De este modo, estos cuatro enfermitos dan forma a esa maquinaria de matar llamada Slayer.

El show comenzó con una combinación de humo, luces y la introducción instrumental de su último trabajo discográfico, “World painted blood”, mientras las sombras de los músicos se iban acomodando en el escenario, acompañados por los ensordecedores gritos de la multitud.

La lista de temas dejó contentos a todos; un greatest hits de todas las épocas. Desde el riff del comienzo de “World painted blood” hasta el alarido de Tom en “Angel of death”, una hora y media de mazazos sacudieron todo el recinto. Basándose mucho en la vieja escuela del grupo, se escucharon canciones de las más viejitas como “Dittohead”, “Seasons in the abyss”, “South of heaven”, “Reign in blood”, “War ensamble”, “Black magic” y “Chemical Warfare”, mechadas con más actuales, tales los casos de “Hate worldwide”, “Disciple” y “Snuff”.

Abajo no existe la amistad. A nadie le importa si le pisa la cabeza a otro, si un codazo lo deja con la visión nublada por algunas horas o si un cross de derecha le acomoda la mandíbula. Absolutamente todos los que están ahí, están por algo. No hay campo VIP, no hay gente con cara de “¿cuándo me voy? o ¿cómo que se acabó el helado?”. Acá los pibes vienen a buscar violencia, y fue lo que se llevaron.

En la noche de Buenos Aires hacía frío, pero no importó: al abrirse las puertas del Luna, una marea de cuatro mil personas emanó una temperatura corporal capaz de derretir cualquier témpano. Acá nomás, al sur del cielo.

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