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Iron Maiden en River: entre el éxtasis y el miedo
Iron Maiden dio su concierto más convocante en el país, el viernes por la noche en el estadio de River Plate, con Slayer y Ghost como invitados de lujo.
El show de Iron Maiden en River no era otra visita más de la mítica banda británica; significaba el triunfo, la llegada de un género musical eternamente bastardeado al hogar donde se desarrollan todos los shows mainstream más importantes. En su décimo concierto en el país, Maiden logró llegar a lo más alto.
La cita era más que atractiva, con dos bandas invitadas que generaban entusiasmo. Primeros los suecos de Ghost, sin dudas la revelación de los últimos años. Apadrinados por Phil Anselmo y James Hetfield, su propuesta podía ser un tanto conflictiva para las huestes locales del metal; recordemos las malas experiencias de algunas bandas soportes de Iron Maiden en el país, con Cabezones y Queens of the Stone Age a la cabeza. Sin embargo, desde temprano la gente se acercó para brindar su apoyo a los liderados por Papa Emeritus. Curiosamente, el público más joven fue el que más entusiasmado se mostró frente a los enmascarados, que juegan mucho con los límites del metal, siendo una banda casi pop y bailable por momentos, pero siempre manteniendo distorsión. Ciertas reminiscencias a Blue Oyster Cult y Mercyful Fate, la temática épica de sus canciones y todo el halo de misterio generan un fervor incondicional o un odio acérrimo. Para los que optan por lo primero, 35 minutos no fueron suficientes y las ganas de verlos en un show solos en algún lugar chico aumentaron.
Del otro lado de la moneda está Slayer, esa máquina de matar que no descansa y sigue en la ruta hace más de 30 años. Si bien la actualidad del grupo divide las aguas entre los fanáticos (recordemos que el fallecido Jeff Hanneman y el histórico Dave Lombardo fueron reemplazos por Gary Holt y Paul Bostaph) nadie quiere perderse lo que puede ofrecer la banda liderada por Tom Araya y Kerry King.
Un comienzo algo irregular con «World painted blood» y «Desciple» hace dudar un poco a los espectadores, pero ni bien Araya anuncia a grito pelado «War Ensemble», Slayer vuelve a ser Slayer; la banda más violenta, mala onda y pesada del todo el heavy metal. Moshpits multitudinarios, violencia, sangre, gente tratando de escapar, objetos volando por los aires y una banda que es una pared de distorsión; eso es Slayer en vivo. Paul Bostaph no es Lombardo, pero es el mejor reemplazo que uno puede imaginar; el único baterista que hace headbanging mientras toca. Gary Holt tal vez no compuso esos temazos, pero la energía, el sentimiento y la forma que tiene para tocar es imbatible. Tal vez por ser al aire libre, tener un set corto, cierta sensación de piloto automático y demás cosas haya hecho que fuera el show más flojo de Slayer por estas tierras. No decimos que el show fue malo, pero hemos visto mejores caras de la banda. De todas maneras, cientos de grupos darían lo que fuera por terminar un concierto de una manera tan brutal como con «South of heaven», «Raining Blood» y «Angel of Death».
Que Iron Maiden llegue a River es el fruto de años de trabajo y de fidelidad por parte del público. Porque la gente que estuvo en ese primer Ferro siempre vuelve, y las nuevas generaciones siempre están presentes. Si hay algo constante en la banda es que siempre está adquiriendo nuevas audiencias y siempre se ven niños en sus shows. Una vez que caés en el universo Maiden, lo hacés para siempre, y más cuando salen a hacer este tipo de giras, que en vez de revisitar discos, revisitan sus tours y sus temáticas. Esta vez es el turno de “Seventh Son of a Seventh Son”, de 1988.
A las 21:15 arranca el show como aquel disco, con «Moonchild», e inmediatamente Bruce Dickinson advierte problemas en el campo y señala al frente mientras la banda sigue tocando. Al finalizar la canción nos damos cuenta del problema: las vallas de contención han cedido ante la presión del público.
Ir a campo en un show de Maiden es sentir una presión constante que no deja mucho lugar para saltar o bailar; son miles de personas empujando al mismo tiempo para poder estar adelante, donde el recambio de aire o de lugar se hace muy complejo. Es la única banda con la que he podido experimentar esto y siempre es igual. Esta vez pasó lo que podría haber pasado cualquiera de sus visitas. Entre el incidente y la reactivación del show pasaron unos 30 minutos, donde la banda nunca abandonó su lugar en el escenario. Tal vez lo único rescatable de esto fue ver cómo se las ingeniaban fuera de libreto, porque si hay algo que no caracteriza a la banda es la improvisación. El forzado intervalo tuvo a Dickinson con pedidos a la gente (que analizaremos luego), haciéndolos cantar, yendo tras la batería para un solo y hasta una interpretación de la obertura de William Tell golpeando sus cachetes. Todo esto mientras se escuchaban los martillazos de la gente de seguridad, trabajando en el vallado.
Arreglado el problema, la banda continuó con «Can I Play With Madness?» sin que el show perdiera temperatura. Es que la lista de canciones es realmente impecable: clásicos como «2 Minutes to Midnight», «Wasted Years», «Fear of the dark» o «The Trooper», con el Eddie conquistador decapitando a Janick Gers. Sin embargo, lo más atractivo son las canciones raras del set: «The Prisoner», «Afraid to Shoot Strangers», una genial «The Clairvoyant» y una épica «Seventh Son of a Seventh Son». Y un grupo que cada vez parece más afilado, que nunca parece cansarse ni de sus canciones ni de dar shows. Un Bruce Dickinson realmente inspirado, en un estado impecable, llega sin problemas a las notas altas y gritos de «The Number of the Beast» y «Run To The Hills». Y cuando creés que ya dieron su mejor show en el país, te noquea otra vez con el triplete «Aces High», «The Evil That Men Do» y el final con «Running Free». Una interpretación impecable esta noche.
En cada visita de Iron Maiden siempre pasa algo que opaca el show: la bandera inglesa y los silbidos en 2001, la sobreventa en Ferro y el maltrato a Laureen Harris en 2008, el robo de instrumentos en 2009. Siempre hay algo para dar la nota, y el público parece no aprender. Cuando Dickinson ve que se rompe la valla, durante esos 30 minutos se la pasa pidiéndoles que retrocedan dos pasos. Lo hace en inglés, en castellano, y nadie le da importancia. Un tipo genuinamente interesado por la seguridad de los presentes y lo único que recibe son silbidos, insultos y hasta uno que le muestra el reloj como para que se apure. Ni hablar del ritual de silbar y gritar «Argentina» durante «The Trooper». Gente ya grande, con su remera de la gira «Maiden England» que pagó antes de entrar al show, la bandera británica estampada en su espalda, abucheando a la banda inglesa por la que abonó 400 pesos. Nadie parece entender la ironía de esto.
La producción tiene lo suyo también; desde el pobre sonido, pasando por las deficientes pantallas y ni hablar de armar todo el escenario y la estructura del campo a las apuradas (la noche anterior hubo partido). ¿O piensan que es casualidad que las vallas hayan cedido? ¿Tendrá que ver con lo súper poblado que estaba el campo? Sin contar la gente que hace entrar la barra brava de River para generar su ganancia… Estamos yendo a conciertos de rock pagando entradas exorbitantes para no tener garantizada ni siquiera nuestra seguridad. Parece que no aprendemos más.
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